Manuelita Sáenz empieza su fulguración en la historia americana en 1823, cuando decide acompañar a Bolívar hasta Perú/ Foto: Archivo
Yvke Mundial/ Prensa Psuv
Hoy se cumplen 217 años del nacimiento de una de las más grandes mujeres en la historia de nuestro continente, Manuela Sáenz, la caballeresca del sol y la libertadora del libertador.
Hija de Simón Sáenz Vergara, español, y de la criolla María Joaquina de Aizpuru, Manuelita Sáenz, nació en Quito un 27 de diciembre de 1797. Su madre —sobre esto no se tiene certeza histórica— murió el día que nació Manuela o, según otras versiones, dos años más tarde, por lo cual la niña fue entregada al Convento de las Monjas Conceptas (Real Monasterio de la Limpia e Inmaculada Concepción), en el que vivió los primeros años de su vida.
Completada su formación en el convento, pasó al monasterio de Santa Catalina de Siena (Quito), de la Orden de Santo Domingo, donde recibió la clase de educación que en aquellos tiempos se impartía a las señoritas de las familias pudientes de la ciudad. Aprendió a bordar, a elaborar dulces y a comunicarse en inglés y francés, habilidades y labores con las que se mantendría en sus años de exilio en Paita, Perú.
A los 17 años huyó del convento, al parecer, luego de ser seducida por un oficial del Ejército Real. Dos años más tarde, en diciembre de 1816, conoció en Quito a James Thorne, acaudalado médico inglés, veintiséis años mayor que ella, que entonces tenía 19 años. Su padre, por razones de conveniencia, de acuerdo a los usos de la época, pactó su boda para julio de 1817, celebrándose el matrimonio en Lima, ciudad que no conocía las condiciones «ilegítimas» de su nacimiento.
Por tal razón, Manuelita fue inicialmente aceptada en el ambiente aristocrático de la ciudad virreinal, donde se involucró de lleno en actividades políticas, en el marco del descontento creciente hacia las autoridades españolas, situación en la cual las mujeres ejercieron una gran influencia en los círculos virreinales, como ocurría usualmente en todo lo que tenía que ver con la obtención de empleos y cargos para sus padres, esposos e hijos.
Informadas de los acontecimientos en el virreinato, muchas de aquellas damas, entre ellas Manuela, participaron de manera decidida en los movimientos revolucionarios, apoyando la causa de Simón Bolívar en la Nueva Granada y de José San Martín en el Perú. Manuela contribuyó decididamente en el cambio del Batallón Numancia, del cual formaba parte su hermano José María, hacia las filas patriotas. José de San Martín, luego de tomar Lima y proclamar su independencia el 28 de julio de 1821, le confirió a Manuelita Sáenz el título de Caballeresa de la Orden “Sol del Perú”.
Manuela regresó al Ecuador en 1821 para reclamar la parte que le correspondía como herencia. El 16 de junio de 1822 vería por primera vez a Simón Bolívar, durante la entrada triunfal del Libertador a Quito. Así describe el momento en su diario: “Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de S. E.; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho de S. E. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados en tal acto; pero S. E. se sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano”.
Al encontrarse de nuevo en un baile de bienvenida al Libertador, Bolívar le dirigió estas palabras: «Señora: si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España». Poco después, Manuela y Simón Bolívar se convirtieron en amantes y compañeros de lucha. En 1823 Manuelita le acompañó al Perú y permaneció a su lado durante buena parte de las campañas, participando en ellas activamente, hasta culminar la gesta libertadora.
Manuela Sáenz combatió en la Batalla de Pichincha, en la que recibió el grado de teniente de húsares del Ejército Libertador. Posteriormente luchó en Ayacucho bajo las órdenes del mariscal Antonio José de Sucre, quien le sugirió a Bolívar su ascenso a coronela, rango que le fue concedido.
Lograda la Independencia, Bolívar y Manuela se radicaron en la ciudad de Santa Fé de Bogotá, donde el 25 de septiembre de 1828, el Libertador sufriría un atentado que se frustró gracias a la valiente intervención de Manuelita. Sus enemigos políticos, conjurados para darle muerte aquella noche, fueron descubiertos por Manuela al entrar al palacio de San Carlos (actualmente sede de la Cancillería de Colombia). La valiente mujer se plantó frente a los rebeldes, dando tiempo a que Bolívar salvara su vida escapando por la ventana. Por estas acciones, el mismo Bolívar la llamó la “Libertadora del Libertador”.
Después del fallecimiento de Bolívar, el gobierno de Francisco de Paula Santander desterró a Manuelita Sáenz de Colombia, por lo cual hubo de marchar exiliada a Jamaica. Regresó a Ecuador en 1835, pero su pasaporte fue revocado, por lo cual decidió instalarse en el pueblo de Paita, al norte del Perú. Allí sería visitada por personajes como el patriota italiano Giuseppe Garibaldi (quien la acompañó en sus últimos momentos), el escritor peruano Ricardo Palma (que se basó en sus relatos para redactar parte de sus tradiciones peruanas) o el venezolano Simón Rodríguez. Durante los siguientes 25 años viviría de la venta de tabaco, de traducir y escribir cartas para los balleneros americanos que pasaban por la zona, de bordar y hacer dulces por encargo.
Manuelita Sáenz falleció el 23 de noviembre de 1856, a los 59 años de edad, en la población de Paita, Perú, durante una epidemia de difteria que azotó la región. Su cuerpo fue sepultado en una fosa común del cementerio local y todas sus posesiones fueron incineradas, incluyendo una parte importante de las cartas de amor de Bolívar y documentos de la Gran Colombia que aún mantenía bajo su custodia. Manuelita entregó a Daniel Florencio O’Leary gran parte de los documentos con los que éste elaboró la voluminosa biografía sobre el Libertador, de quien Manuela llegó a decir: “Vivo adoré a Bolívar, muerto lo venero”.
El 5 de julio de 2010, durante la conmemoración del 199° aniversario de la firma del Acta de Independencia de Venezuela, fue colocado en el Panteón Nacional un cofre que contiene tierra de la localidad peruana de Paita, donde fue enterrada Manuela Sáenz.
Estos restos simbólicos fueron trasladados por vía terrestre desde Perú, atravesando Ecuador, Colombia y Venezuela hasta arribar a Caracas, donde reposan en un sarcófago junto al Altar Principal, donde yacen los restos del Padre de la Patria, Simón Bolívar. Adicionalmente, a Sáenz se le concedió póstumamente el ascenso a generala de división del Ejército Nacional Bolivariano por su participación en la guerra independentista, en un acto al que asistieron el presidente de Ecuador y nuestro eterno Comandante, Hugo Chávez.
Ninguna vida de mujer, en la historia latinoamericana, con tan soberbio despliegue de inteligencia, sagacidad y orgullo; valentía, decisión y a la vez señorío puesto en dignidad; capacidad política, sentido de dominio y de poder conspirativo; desinterés, además, y generosidad llevados al último límite. Un carácter, en suma, definidor de un destino. Si se recorre la historia continental desde antes de la independencia, o en ella y después, ninguna mujer aparece con tantas preeminencias, manifestadas todas en el hacer público.
Manuela es la encarnación de la lucha de millones de mujeres por la causa del amor y de la libertad. Es la expresión de lo que significa ser latinoamericano, lo que es la mujer en América Latina, las mujeres en nuestra historia.
Hoy, en un nuevo aniversario de su natalicio y a la luz de los procesos que hoy construimos en Latinoamérica, no basta en recordar a Manuela como la simple compañera sentimental del Libertador, no basta con conmemorar su nacimiento o recordar su muerte cada año. Manuela debe habitar por siempre en nosotros, ser consecuentes con lo que significa Manuela Sáenz, representar para siempre las causas del amor y de la libertad que nos inspira, conspirar por siempre contra la injusticia, revelarnos con la dignidad que tuvo Manuela para erguirse frente a la ignominia, la traición y frente a quienes no creían ni creen en su sagrada causa. Hacer que Manuela exista siempre en nosotros.